Por J. A. Martín Petón.
Era un niño de ébano, un carboncillo con dientes blancos como la sal que ayudaba, a ratos, en el taller de carpintería de su padre, en el barrio Cuba, y a ratos se escapaba a la plaza de al lado a jugar al fútbol. O algo parecido al fútbol, porque era obligatorio jugar descalzo y, si el contrario no se daba cuenta, era aconsejable jugar con doce (todos los equipos lo intentaban); si a un espectador le caía cerca el balón y avisaba en voz alta “¡que chuto¡” y el balón entraba, el gol valía. El portero tenía derecho a colocar al lado del poste un ayudante que le guardaba una pipa de kif para pegarle un tiento cada vez que el balón estaba lejos.
Era un niño de ébano, un carboncillo con dientes blancos como la sal que ayudaba, a ratos, en el taller de carpintería de su padre, en el barrio Cuba, y a ratos se escapaba a la plaza de al lado a jugar al fútbol. O algo parecido al fútbol, porque era obligatorio jugar descalzo y, si el contrario no se daba cuenta, era aconsejable jugar con doce (todos los equipos lo intentaban); si a un espectador le caía cerca el balón y avisaba en voz alta “¡que chuto¡” y el balón entraba, el gol valía. El portero tenía derecho a colocar al lado del poste un ayudante que le guardaba una pipa de kif para pegarle un tiento cada vez que el balón estaba lejos.
Era el primer fútbol de Casablanca, Marruecos, en aquella época
del protectorado francés. Y el mejor de todos los jugadores era un
chavalín fibroso y larguirucho llamado Larbi. Ben Barek.
Aún era un niño cuando quedó huérfano. Aún era un niño cuando se
levantó el glorioso estadio Philippe, así llamado en honor del
propietario de los terrenos, en ausencia de otros héroes con mayores
méritos. En ese estadio, durante los años veinte, el pequeño Larbi
grababa en sus ojos las hazañas de los mejores y luego, con unos cuantos
trapos, hacía una pelota y las repetía con sus amigos y la mascota de
turno. Por el estadio Philippe, Larbi vio pasar a Mathias Sindelar y su
Wunderteam, vio también a la Hungría de Sarosi y a la selección
francesa.
No mucho tiempo después en ese estadio le tocaría a él
enfrentarse a los galos con la selección de Marruecos. Perdieron dos
goles a cuatro, pero los franceses sabían que acababan de ver a un
fenómeno mejor que todos los anteriores.
En ese momento, jugaba en la Union Sportive Marocaine (USM),
donde había llegado a cambio de un trabajo. Hasta entonces su equipo era
el Ideal, de segunda división, en el que jugaba junto a un amigo de la
niñez, el extremo Cerdán. Pero duró poco en el trabajo y en la USM. Tras
la exhibición de aquella tarde en el estadio Philippe, se fue al
Olympique de Marsella por 35.000 francos en la mano y 3.500 de salario
mensual. Tardó un par de encuentros en ser llamado a la selección
francesa. Era tal su calidad, que el periodista deportivo Michel Druckre
está convencido que a Ben Barek sólo le faltó la televisión para ser
considerado uno de los más grandes.
El infortunio quiso que cuando el fenómeno estaba en lo mejor
(26, 27 0 28 años, cualquiera sabe, porque no se conocía la fecha de
nacimiento del jugador) explotó la segunda guerra mundial. Le atrapó en
Marruecos y se tiró cinco años jugando para su anterior equipo, la USM,
viviendo de sus ahorros y de los cien francos por partido que le daba el
club. Pero el berebere tenía el aguante metido en el cuerpo y cuando
la contienda se cerró, volvió al fútbol galo. Jugó en el Stade Français y
con él vino al Metropolitano. Fue tan deslumbrante lo suyo en el
madrileño estadio de Cuatro Caminos que a punto estuvo el presidente
Galíndez de vender el casetón donde vivía Clares para pagar su traspaso
al Atlético. No fue preciso. Y no hubo mejor inversión: ¿cómo pagar las
dos ligas (1950 y 1951) que ganó Ben Barek con Helenio Herrera en el
banco, y diez más, de Domingo a Adrián Escudero, rodeándole en perfecta
formación? ¿Cómo medir en dinero su baile ante el fondo norte de
Chamartín, después de hacerle un sombrero al meta madridista, aquella
tarde (12 de noviembre de 1950) en la que al Madrid le cayeron seis, la
mayor goleada entre los dos rivales? Luego se fue, claro, Seguro que ya
no cumplía los cuarenta, pero el resistente volvió a Marsella, salvó a
su Olympique del descenso y lo condujo hasta la final de la copa.
Después volvió a Casablanca. Llovía aquel atardecer de
septiembre. 1992. La sombra del Atlas cubría Marruecos. Llegaba el
otoño. Un anciano, solo, pobre y enfermo, dejaba que los recuerdos le
dieran el último calor. Todos los suyos, sus dos esposas, los hijos, le
habían aventajado en el paso final. La vida se iba del cuerpo gastado de
un genio, Larbi Ben Barek.
Siete días tardaron en advertir su ausencia. Siete días. Siete
días en notar que ya no estaba quien había repartido tanta felicidad. En
Casablanca había llegado el otoño. Hoy era ayer y Larbi Ben Barek se
durmió para no soñar más. Los vecinos de la Medina de Sidi Beloud,
impresionados por el final de Ben Barek , decidieron darle el homenaje
que oficialmente no había tenido. Con su catafalco a hombros, cruzaron
toda la ciudad. Cuando llegaron al cementerio de Chouada, miles de
admiradores caminaban tras el féretro. Hoy, el viejo estadio Prilippe,
con la cara lavada por la modernidad, ha perdido el nombre del viejo
tratante; ha ganado el del hombre que mejor lo trató: Larbi Ben Barek.
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